Saludador o Salutador , proveniente del latín salutator-oris, etimológicamente saludador es aquel que restaura la salud, es decir “dador de salud”, y es una figura que surge, en el contexto cultural y antropológico que lo propicia, en la España que va desde el siglo XV hasta principios del siglo XX, figura bien considerada socialmente y que tuvo su importancia sociocultural, a pesar de los procesos inquisitoriales y otros. De origen popular, trascendió a todas las clases sociales sin excluir la Realeza. La enfermedad crónica o incurable es una de las motivaciones más constantes que posee la clase alta e ilustrada para recurrir al saludador.
Para poder ejercer su oficio, los saludadores debían ser examinados por los obispos en sus diócesis respectivas o por el Tribunal de la Inquisición, quienes les proporcionaban una licencia.
Lo curioso y diferenciador en el caso de los saludadores con relación a otros curanderos o sanadores es que de alguna manera estaban admitidos o fueron consentidos por la Iglesia, al menos durante ciertas épocas. De modo que en ocasiones eran los propios obispos o incluso el Santo Tribunal quienes se encargaban de examinarlos. Tan es así, que por parte de algunos obispados, el de Pamplona en 1581 y el de Cuenca en 1626, se determinaba que no se consintiesen saludadores sin la propia licencia eclesiástica y que ésta no se concediera si no era mediado previo examen. En caso contrario se mandaba castigarlos con todo rigor conforme al delito de actuar sin la preceptiva aprobación. Otras veces, al parecer disponían para el ejercicio de autorización n escrita proporcionada por una autoridad eclesiástica de menor rango, arcipreste, abad o canónigo.
A principios del siglo XVII el obispo de Oviedo, Álvarez de Caldas, dio esta orden “Mandamos que los saludadores sean examinados y no les admita ningún cura o concejo sin nuestra licencia o de nuestro previsor, so pena de excomunión o de mil maravedís”.
En 1663 el visitador eclesiástico que fue a la parroquia de Erenchún (Álava), donde existía una saludadora, mandó: “…damos comisión al cura para que repela y eche del dicho lugar y los demás de este arciprestazgo de Eguilaz donde supiere anda la dicha saludadora, y no la admita a exercer el dicho oficio en que se ocupa hasta que parezca ante el ordinario a ser examinada del dicho oficio…”.
En esa época, los saludadores de los pueblos valencianos necesitaban para dedicarse a realizar curaciones a afectados por la rabia, licencia del arzobispo.
Ambrosio de Montes, muy apreciado por los vecinos de Villa del Prado (Madrid) por su habilidad, había obtenido su licencia del Inquisidor General.
Otras veces eran examinados los saludadores por un arcipreste, un canónigo, un abad, etc.
Con estos exámenes los eclesiásticos comprobaban más que la capacidad del saludador para curar, el que su poder no proviniera de un pacto con el demonio.
En la ciudad de Valencia existieron durante los siglos XVI y XVII examinadores de saludadores, funcionarios públicos designados por las autoridades para juzgar la habilidad de los que aspiraban a ejercer ese oficio. Durante algunos años tuvo ese cargo Domingo Moreno que era a la vez que saludador, artesano fabricante de agujas. Se realizaban los exámenes en presencia de las autoridades municipales y las pruebas consistían en curar a perros enfermos de rabia utilizando la saliva. Los aspirantes apagaban además una barra de hierro y un trozo de plata candentes poniendo la lengua sobre ellos. Superadas estas pruebas y tras prestar juramento, obtenían su licencia. Ejemplo de ello fue Joan Sans de Ayala, nombrado saludador de Valencia, sin salario, aunque con el privilegio de llevar y tener en su casa las armas de la ciudad.
No obstante, el oficio de saludador no era exclusivo de los hombres. En Enguera, pequeña población de la Valencia interior, la actividad era ejercida en 1631 por una mujer, Josefa Medina, a la que se le exigió previamente una licencia que confirmara sus poderes concedida por el Arzobispo de Valencia.